martes, octubre 13, 2009

BOCA DEL DIABLO



Bajó arrastrado por una marea de piernas y torsos las escalinatas de la boca del subte. El olor a meo concentrado le hizo fruncir el ceño. El calor lo mareó. Se aflojó la corbata. Resopló como un burro y tomó la decisión de proseguir rodeado del gentío. Tenía miedo de desfallecer y que esas miles y miles de suelas que pisaban la inmunda vereda lo hicieran sobre su humanidad. Se secó el sudor helado que le brotaba de la frente con una Carilina que ya había usado, la tiró en un tarro repleto de todo tipo de basura para después introducir su mano derecha en el bolsillo interior izquierdo. Extrajo la tarjeta y la puso en la máquina. Pasó. Quedó mirando fijo un cartel preelectoral trotskista que adornaba el andén. Ruido. Pocos metros antes de su llegada, cerró los ojos y se tiró a las vías con maletín y todo. El chirrido metálico sacudió dentaduras enteras. El sonido seco de los huesos que se astillaban con precisión quirúrgica estremecía; sonaban como si fueran cientos de palos de escoba que se destruían uno tras otro. La formación frenó de casualidad y dejó atrás una confusa mezcla de sangre, astillas blancas, carne y cuero cabelludo. El espectáculo era indescriptible. Las cientos o miles de personas que presenciaron todo sollozaban, puteaban. A los pocos minutos, la empresa concesionaria anunciaba por los altoparlantes la suspensión de servicio por tiempo indeterminado.

EN LA PENUMBRA


La plaza está oscura aunque no es de noche. El viejo que se recuesta a media tarde en el banco verde más próximo a la torre, ronca tanto pero tanto, que las hojas amarillentas de los árboles linderos caen oscilantes, comatosas. El brazo izquierdo le cuelga inanimado y el derecho está escondido o directamente le falta. Roxana, a los pocos metros, se refugia detrás de un centenario ombú que no dejó baldosa sin levantar, con un chongo pijudo que tiene que volverse a Varela antes de las 23, como todos los días. Al rato, sale con la cara atiborrada de una frigidez asombrosa. Se le nota a la legua que no quiere laburar. Se lleva un Beldent a la boca y sale a pitarse uno con la gorda Teresa, que vende panchos frente a la estación. Mitad en serio, mitad en joda, le cuenta lo que a la mayoría: “Me dicen que por un ratito me saque el disfraz de nena”. Ríen en medio de una nube densa de un mal porro. Roxana se ajusta el pantalón a la cintura, se raja un sonoro pedo y vuelve a las pistas. La gorda, con parte de la panza fuera de la remera, sigue riéndose mirando como su amiga vuelve a esconderse entre los árboles.

OCHO



El charco con forma de ocho vomita olor a bombacha sucia mientras cientos de pies lo esquivan y miran de reojo. Una colilla muerta flota a la deriva, se arremolina un par de veces hasta que desaparece. La calle cruje y el agua de la cloaca invade la vereda como una mancha voraz. Son las ocho. Dos paraguayos sentados en un cantero le dan del pico a una Palermo tibia. A uno de ellos le sobresalía del bolsillo, como si pendiera de un hilo dental, una enorme letra C de queso y almidón de mandioca.

martes, junio 02, 2009

DE VUELTA EN EL BAR



De vuelta en el bar. Vinicius me abrió los brazos como cuando vivía por acá. Pasó poco más de un año desde la última vez que vine a aferrarme a una de sus mesas, con esos manteles paraguayos violáceos, una de las patas rengas, el vidrio con la cara de de Moraes. Al lado, un grupo de tres cuarentonas medio fuleras y con ganas de guerrear piden una cerveza que viene acompañada, claro está, por una cesta inundada de pochochos salados. Afuera, dos mesitas cuadradas de Quilmes sitiadas por cuatro sillas de lona de la misma marca, son la muestra cabal de que a los misioneros una sola cosa en especial los amedrenta: el frío. Ni un alma en el centro de la ciudad. Nada. La Rosadita está encerrada entre carteles y obrajes por la restauración de la Plaza 9 de Julio. El termómetro dice que son seis los grados de temperatura, al tiempo que una tenue pero persistente llovizna moja todo lo que toca. Así todo, Posadas enamora, encandila y me persigue como un fantasma que tiene como misión joderme la vida. Fueron momentos hermosos los vividos. Y ronda con total malicia, sobre mi cabeza, la idea de comprarme una casa en este bendito lugar. Raro: no tengo una donde resido, menos voy a tener a mil kilómetros, donde me siento inmensamente feliz, donde nació mi hijo, donde con mi mujer tocamos con las manos el cielo de la convivencia y la intimidad.


Vinicius está más iluminado. Los baños tienen carteles que indican el sexo de sus usuarios, cosa antes inexistente. El pibe que atiende es nuevo y se nota a la legua. Al rato, se le cayó la bandeja repleta de vidrios y botellas. El flaco Víctor me sorprende cuando me reconoce al segundo. Pregunta si acabo de salir del diario. Le explico que hace tiempo me reinstalé en “Buenos Aires” –La Plata, Mardel o Lincoln, da los mismo, caen en esa generalización tan provinciana que no da para tanta explicación- y que ando por Posadas por unos días nomás. “¿Te enteraste?”, tiró el flaco mientras me preparaba el gin tonic sin mirarme a la cara. “No. ¿Qué pasó?”. “Maurito estuvo internado”, dice. Parece que el loco fue a cubrir una nota después de una noche que nunca terminó, muy desabrigado, con el agua cayendo a cántaros. Fue a la casa de los padres de visita y se empezó a sentir mal. No podía respirar. Se ahogaba. Por esas cosas de la vida, a alguien se le ocurrió ir al hospital. Si estaba en su monoambiente la historia hubiera sido otra. Llegó agitado. Lo taparon de cables. Tenía neumonía. Le tuvieron que sacar todo el líquido de los pulmones y su estado era delicadísimo. Pasó a terapia. Al no comer, dormir poco y someter al hígado a un sinfín de peripecias y sobresaltos violentos, Mauro estaba complicado. Tenía menos defensa que River. La neumonía fue el detonador de toda una movida que sabíamos que podía pasar en cualquier momento. El flaco me contó que lo fue a ver al sanatorio y que el amigo convaleciente lagrimeó. “Me dijo que charló con la parca”, dijo entre risas. “Ahora está mejor, después de casi dos meses de internación, está en lo de los padres”. Se me hizo un nudo en el estómago. Ni ganas de emborracharme me dieron. Me senté en la mesa al lado del ventanal. Vinicius de Moraes me miraba inquisidor. Levanté el vaso y pensé en mi amigo. No puedo homenajearlo de otra forma que no sea tomando un trago.
Cuando lo conocí, era medio parco, distante. Me costó acercarme a él. Pero al final, nos hicimos muy compinches. Vinicius era nuestra guarida de post redacción y todos lo sabían. Nunca nos importó un carajo qué piensen de nosotros los popes del diario y los políticos de nuestras corridas en el bar. Pido otro gin tonic. Me afloran infinidad de recuerdos. Las noches donde el calor te cae en la cabeza con el peso de un piano, las rondas eternas de birras, los vodka con pomelo de Maurito, las hamburguesas completas tamaño lavarropas, las charlas inconducentes, las sacadas de cuero a media Posadas, los llamados de mi mujer para saber a qué hora regresaba a casa, las vueltas en moto con Luis que cuando salía con su Honda 100 hacía unos ocho impresionantes hasta que enderezaba el rumbo. Bebo otro sorbo de gin y mi vejiga parece estallar. Vuelvo del baño y la batería de la notebook amenaza con dejar de funcionar. Pienso en Mauro. Juro y perjuro que lo tengo que ir a visitar, pero no sé si me dará el tiempo. Tengo ganas de estrecharle un abrazo interminable, palmearle la espalda y decirle que es un periodista del carajo, súper talentoso, que desperdicia su enorme pluma haciendo notas chotas de actualidad. Es como un Enrique Symns del Litoral. Un amigo de la calle, de la noche, del periodismo. De la vida, bah. Espero que se deje de joder y se rescate un poco porque no quiero llorarlo. Mauro, si no te veo en breve, salud mi viejo.

jueves, mayo 07, 2009

EL ARTE DE ESCRIBIR




Esa noche, en vez de salir corriendo de la casa inmediatamente después de cena, como solía hacerlo, me tendí a oscuras en la otomana y entré en una profunda ensoñación. “¿Por qué no tratas de escribir?”. Esa frase había estado dándome vueltas en la cabeza todo el día, y se repetía con insistencia hasta cuando daba las gracias a mi amigo MacGregor por los diez centavos que logré arrancarle después de las más humillantes lisonjas...

Escribir, reflexionaba, tiene que ser un acto desprovisto de voluntad. La palabra, cual una profunda corriente oceánica, tiene que surgir a la superficie por su propio impulso. El niño no necesita escribir porque es inocente. El hombre escribe para expulsar el veneno que acumula debido a su falsa manera de vivir. Trata de recuperar su inocencia, pero lo único que logra al escribir, es inocular al mundo el virus de su desilusión. Nadie escribiría ni una sola palabra en el papel si tuviese la valentía de vivir a la altura de lo que cree. Su inspiración se desvía en su misma fuente de origen. Si es una palabra de verdad, belleza o magia lo que desea crear, ¿por qué interpone millones de palabras entre él mismo y el mundo? ¿Por qué difiere la acción, a menos que, a semejanza de otros hombres, desee realmente poder, fama y éxito?...

El escritor realmente grande no quiere escribir: quiere que el mundo sea un lugar donde vivir la vida de la imaginación. La primera palabra temblorosa que pone en el papel es la palabra ángel herido: dolor. El proceso de escribir palabras equivale a entregarse a un narcótico. Observando el crecimiento de un libro bajo sus manos, está henchido de delirios de grandeza...

La mejor parte del arte de escribir no es el trabajo real de poner palabra tras palabra, ladrillo sobre ladrillo, sino los prolegómenos; el trabajo de pala que se hace en silencio en cualquier circunstancia, tanto en sueños como en estado de vigilia. Ningún hombre escribe jamás lo que pensaba decir: la creación original que ocurre en todo momento, no importa que uno escriba o no, pertenece al flujo primordial: no tiene dimensiones, ni forma, ni factor tiempo. (...) Las palabras, las frases, las ideas, no importa lo sutiles e ingeniosas que sean; los más descabellados vuelos de la poesía, los más profundos sueños, las más alucinantes visiones, no son sino crudos jeroglíficos cincelados en dolor y congoja para conmemorar un acontecimiento que no transmitirse....

Solía trabajar en la habitación de su hermano, donde poco antes el director de una revista, luego de leer algunas páginas de un cuento inconcluso, me informó fríamente que yo no tenía ni un gramo de talento, que no conocía los más elementales principios de redacción: en suma, que yo era un fracasado completo y que lo mejor que podía hacer, compañero, era olvidarme de eso y tratar de ganarme la vida decentemente. Otro badulaque que había escrito un libro de mucho éxito sobre Jesús el carpintero me había dicho lo mismo. Y si las notas de rechazo significaban algo, había amplias pruebas en apoyo de las críticas de estas mentes que sabían discernir. “¿Quiénes son esas mierdas?”, solía preguntarle a Ulrico. “¿De dónde vinieron para decirme semejantes cosas?”....

Había ido como de costumbre a la oficina, en la mañana, pero al mediodía estaba tan inspirado que tomé el troleybus y me dirigí al campo. Las ideas brotaban a raudales en mi cabeza. A medida que las anotaba rápidamente, otras se atropellaban en rápida sucesión. Por fin llegué a ese extremo donde uno abandona toda esperanza de recordar ideas brillantes, y sencillamente se rinde al lujo de escribir un libro mentalmente. Uno sabe que nunca podrá captar esas ideas, ni una sola línea que atraviesan la mente como aserrín que se derrama por un orificio...

Si uno persiste en estrangular sus impulsos, termina convirtiéndose en un coágulo de flema. Finalmente se lanza un escupitajo que nos agota por completo, y que sólo años más tarde se comprende que no había sido un escupitajo sino lo más íntimo de nuestro ser. Si se pierde eso, uno siempre correrá por calles oscuras como un loco perseguido por fantasmas. Siempre se podrá decir con perfecta sinceridad: “No sé qué quiero hacer en la vida”. Puede uno pasar limpiamente a través del filamento de la vida y salir por el extremo ancho del telescopio viéndolo todo atrás, fuera de su alcance y diabólicamente retorcido. Desde entonces en adelante se desarrolla el juego. No importa la dirección que se tome, uno se encuentra en una sala de espejos; uno corre como loco buscando una salida, sólo para encontrarse rodeado nada más que por imágenes deformadas del propio y dulce yo....
Extractos de "Un domingo después de la guerra", de Henry V. Miller, Santiago Rueda Editor, octubre de 1965, Buenos Aires.

jueves, abril 02, 2009

PAPELÓN AR6ENT1NO

Lo de ayer fue un papelón indescriptible. Nunca vi un partido en La Paz –de seleccionados o equipos- donde el visitante haya jugado tan mal como Argentina.

Es increíble como los periodistas obsecuentes del Dié (desde MP hasta el equipo de VH) tratan de buscarle la quinta pata al gato para justificar lo injustificable. Esos son los mismos que post Venezuela comparaban nuestra escuadra con el Brasil del ´70. No quiero imaginarme lo que hubieran dicho/escrito con Basile sentado en el banco. En mis años de existencia escuché miles de argumentos –ciertos, desde ya- sobre lo perjudicial que es la altura para los físicos que no están acostumbrados, pero el desastre del Hernando Siles no puede circunscribirse solamente a ese factor. Enumeremos:

 

1-     Bolivia en esta eliminatoria, con este mismo equipo, como local perdió con Chile (cero altura, sólo una ciudad –Calama- pero no tienen jugadores de allí en el Seleccionado) y empató con Uruguay (2-2) y Ecuador (0-0).

2-     Es la segunda derrota más abultada de la historia, después del 0-6 contra Checoslovaquia en Suecia 1958.

3-     En la Eliminatoria pasada se ganó 2-1 con un equipo muletto que armó Pekerman, que se preparó para jugar ahí y con mayoría de jugadores que no habían sido de la partida previa (sólo Cambiasso y uno más, creo, jugaron días atrás contra Colombia en la Heladera Plumífera). En la era Bielsa se empató medio de pedo 3-3 sobre la hora, pero se mostró una actitud muy diferente: en los últimos 15 minutos los bolivianos no podían salir del área por el acoso de nuestros players.

4-     Es asombroso que después del 1-3 y con Carrizo figura (pese a que se morfó dos goles porque sino el resultado podría haber sido peor; en un compacto televisivo contabilizaron 15 situaciones MUY claras de gol en contra), nadie adentro –ni afuera-de la cancha haya tenido el liderazgo suficiente para por lo menos tirarse atrás y aguantar el chubasco. No, nada de eso. Muy mal parado en defensa, no daban dos pases seguidos, no atacaban, no marcaban, no tiraban pelotazos, no jugaban por abajo, no había plan, no había rebeldía, no había carácter. Nada.

5-     Está claro que este equipo carece de un caudillo anímico por un lado, y futbolístico por el otro, sobre todo porque el estilo de Messi –el mejor de los nuestros sin duda- es la explosión individual, la genial aparición repentina y vertical, el desequilibrio en los últimos 30 metros. Messi no hace jugar al resto, está claro.

6-     Falta un goleador de manual que esté pasando buen momento y que tenga proyección mundialitsa. ¿Higuaín? ¿Diego Milito? ¿Lisandro López? ¿Mauro Zárate?

7-     El penal que hace Zanetti es inconcebible para un tipo de 35 pirulos con 18 de titular en la primera del Inter. A veces, la experiencia es como dijo Ringo Bonavena: “Es un peine que te dan cuando estás pelado”.La expulsión de Di María es todo lo contrario: por algo así corre el riesgo de no volver más. Por pelotudo.

8-     Niveles individuales pobrísimos desde hace rato: Heinze y sus dos penales por partido nunca cobrados, el increíblemente siempre convocado Lucho González, Maxi Rodríguez a años luz de lo que mostró en Alemania ´06, el muy bajo rendimiento –aunque lo banco a muerte- de un Tévez que choca contra todo lo que camina y no se sabe de qué posición juega, si de delantero, de media punta, de extremo, de enganche...

9-     Si bien vamos a clasificar, lo que viene no es nada fácil: Colombia, Perú y Brasil en Baires y Ecuador (altura again pero un equipo rival mejor), Uruguay y Paraguay afuera.

10- Jugadores hay. Falta todavía un equipo.

 

 

 

 

miércoles, abril 01, 2009

ALFONSÍN Y YO
















Había un sol tremendo, inconmensurable, tanto que no dejaba ver. Fruncí el ceño infinidad de veces hasta que un sonido estridente que aumentaba sostenido en el aire me estremeció. La masa que nos rodeaba agitaba miles y miles de banderitas albirrojas, gesticulaba, aullaba y estiraba los brazos hacia un punto que yo, sentado desde los hombros de mi papá, no podía distinguir. La euforia crecía. Mi viejo saltaba alocado y yo tenía miedo real de venirme abajo y perderme entre esa marea de piernas. En esos momentos, pude ver al avión a unos 50 metros más o menos y cómo bajaban de a uno sus pasajeros. Alfonsín salió y efectuó el clásico saludo de las manos entrelazadas, el mismo que aparecía en las fotos de las revistas de la época, en la poca tele que había, en los carteles que reventaban las paredes. Estaba viendo al Presidente, ese Presidente de bigotes tan idolatrado por mis viejos, muy especialmente por papá.


***

Mi vieja se quebraba en llanto y el viejo la contenía en su pecho. La frase “Nunca Más” retumbaba una y otra vez. Me quedé helado sin comprender nada, al igual que un par de años después cuando ellos dos - de nuevo- observaban petrificados el televisor en medio de una densa nube de Particulares 30 y Chesterfield a esos tipejos de verde armados hasta los dientes, con boina colorada de lado y la cara recubierta de betún, que hablaban a las cámaras con tono amenazante, casi puteador. “Otra vez no” espetó entre espasmos mi vieja. Cuando el helicóptero presidencial partió hacia donde estaban “los rebeldes”, como los calificaban los medios de entonces, partimos hacia la Plaza San Martín. En el balcón frente a la Municipalidad, tras horas de mucha tensión, aparecieron en el balcón todos los dirigentes marplatenses peronistas y radicales. Hablaron y hablaron. Hasta que algo pasó. La plaza se partió en dos. Al lado mío una señora agitaba una bandera radical al grito frenético de “por la paz”, mientras que a pocos metros caras más jóvenes retrucaban “punto final, la lucha sigue igual”. Nos fuimos entre murmullos. La desconcentración transpiraba los sentimientos y sensaciones inversas a las del comienzo de la convocatoria.

***

Carlitos tenía un cuaderno donde a un grupo selecto de vecinos del barrio les otorgaba crédito mensual. La inflación era moneda corriente y cuando se cobraba salíamos disparados a lo de Carlitos, quien ya nos había separado en una caja una serie de víveres no perecederos que luego depositábamos en una alacena enorme que todavía mi abuela conserva. En otras ocasiones concurríamos al Hogar Obrero o Supercoop, donde aceptaban unos ticket extraños, de colores, del estilo de los “Canasta” de hoy. Se acumulaba. Muy de vez en cuando aparecía un botellón de Mountain Dew o de Gini. También de Teen. Las tapas se canjeaban por increíbles vasos de la Pantera Rosa, los Pitufos, de Disney. Había unos yo-yo inolvidables. La ropa, cuando se compraba, era ahora y ya porque a los pocos minutos salía más cara. Los regresos de la playa eran mortales. Subir once pisos por la escalera por los cortes de luz, cargados de cachivaches, era una experiencia traumática. Uno de esos días, mirando por la ventana, me asombró la aparición de una densa columna de humo negro a unas pocas cuadras: era el entrañable Hogar Obrero que se despedía para siempre. Algunas noches mis viejos iban al cine y nosotros nos quedábamos con la abuela. En una de esas, al otro día, pregunté qué era lo que habían visto. Como si fuera hoy, recuerdo la respuesta de mamá mientras hacía la cama: “La naranja mecánica”.

***

Cuando aparecía Ubaldini en la tele, a mi viejo le hervía la sangre. Lo odiaba. Ese personaje con cara de tristón, una especie de Droopy ojeroso con campera de cuero que era satirizado por Sapag, aparecía cada dos por tres. Neustadt y Grondona, imbatibles en audiencia, también le sacaban caspa al viejo. Los debates. El enojo clerical y las pintadas por la Ley de Divorcio. Saadi versus Caputo. Chacho Jaroslavsky, Antonio Cafiero y el peronismo renovador, Triaca, la Coordinadora, Pugliese, Casella, Luis Zamora y el MAS, el FRAL, el PI de Alende, la muy puteada UCD de los Alsogaray, Adelina y Albamonte, la elección del ´87, el intento de reforma constitucional bonaerense.

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Muchos años después, con otro primer mandatario en funciones, mi viejo desempleado llegó de la calle tipo once. Mamá y mi hermana dormían y yo miraba no sé qué mierda en la tele. Tenía los ojos llorosos. “¿Qué pasa?”, dije. “Fui a ver a Alfonsín al Quilmes”, arrojó. La insolencia adolescente de su interlocutor le contestó con una carcajada burlona. A diferencia de otras veces, donde nos trenzábamos, se arrojó en el sillón, miró al cielo y me contestó: “Decí lo que quieras, pero el Gallego cuando habla me emociona. Tiene tanta razón...”.

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Se fue un dirigente político que no tiene correlato con ninguno de los de hoy -motonautas, borocotós, conversos permanentes-...El último gran orador electrizante de la política argentina que se construyó sin nada de marketing. Hoy papá no está para despedir a su Gallego, al que también puteó –desde el afecto y la admiración, calculo- por sus “agachadas”, como solía decir entre rabietas. Con Alfonsín, más allá de sus innumerables y muy graves errores que no vienen al caso enumerar-creo- se muere también una época. Con Alfonsín, en definitiva, se muere también mi infancia.

martes, marzo 31, 2009

C


Espejismo verde acobarda el sentir perpetuo de la nuez. Las llamas amenazan. Tripas cuelgan impiadosas en plan macabro orquestado por las centrífugas mentes adineradas del más-allá-y-más-acá.
B


El papel suma nuevos adeptos entre las disfónicas filas de zumbones escondidos detrás de mostradores blancos de bancos, encuadriñados en un vidrio blindado sólido como la piedra misma lo dice.

Cualquier manifestación violenta y violácea oblitera la densidad de ese papel amo y señor.
A


Volver, girar, zumbar alrededor de un pedazo de mierda muerta. Sentir la perforación de un esófago que amenaza con tirar la toalla bajo la atenta mirada de un pájaro que recién abrió los ojitos entre restos de cascarón. Temblar de miedo. Sollozar.