miércoles, diciembre 28, 2011

La comida fría no es comida (o lo que quedó en el tintero de “A propósito de la Navidad”)


Es una cuestión de principios. Una plantada de bandera. Un grito primal, desesperado, que retumba en un eco interminable de soledad. Un lamento desgarrador que resiste los embates cada vez más virulentos de piononos embadurnados en mayonesa de manera tal que enceguecen. De un Vitel Toné que tiene exactamente el mismo sabor año tras año. De las toneladas de Rusa. De las ensaladas exóticas, esas que poseen ingredientes tan disímiles que bajo ningún punto de vista podrían congeniar en un bol salvo para las Fiestas. De alguna que otra ciruela desubicada para el toque "agridulce". De la sobrevaloradísima pavita, el bicho del reino animal más seco del que se tenga memoria gustativa, que hace que la pechuga de pollo parezca un bife de chorizo jugoso. El helado de lechón…


Señoras y señores, como amagué en el post anterior sobre la Navidad, la comida fría no es comida. Es así. Simple. En estos más de 30 años de existencia, para las mismas épocas, llevo deglutidas toneladas de productos  con la temperatura de un difunto. Y estoy podrido. Cansado. Harto. Para peor, incomprendido. Solitario. En esa abrumadora ola en la que intento surfear, además, convivo con el placer manifiesto y exacerbado de los Otros, de quienes disfrutan exteriorizándolo como si fuera a propósito para joderme, de tales menesteres culinarios. Aclaración: no es pase de factura a nadie en particular; se trata de algo que percibo cada vez más masivo, que excede ampliamente al/los círculo/s familiar/es. Entiendo que, en los papeles, requiere de menor preparación. Entiendo la excusa del calor y el no ensuciarse. Entiendo que, a diferencia de Año Nuevo, mucha gente labura hasta horarios irracionales (a punto tal que me he ofrecido a confeccionar comida de verdad, con un arrojo militante que empequeñecería al propio Che). Pero no me pidan que entienda el regocijo que les provoca, las exclamaciones bocado tras bocado. Disculpen, pero eso no.

Hubiera asesinado por hincarle el diente a un soberano trozo de vacío nadando en chimichurri. No me importaría un regio carajo el mancharme con grasa de cordero, con algún chispeante chinchulín, con una costilla rebeldona de chancho. Hubiera llegado al clímax cuando el picor furibundo de un chorizo mercedino o de Saladillo me perforase la boca, para dar paso así a la convocatoria de aquellos brebajes divinos, únicos instrumentos capaces de reprimir la furia demoníaca desatada por el embutido malditamente genial. Es más, el pollo también habría calzado de maravillas.



Mis expectativas, ahora, están puestas en el 31 a la noche. No son muchas, pero son suficientes como para mantener, al menos, el ánimo no tan por el piso.

Probablemente estas líneas no modifiquen mi derrotero alimenticio de las Fiestas. Mi proclama no dejará de ser un fosforito en la llamarada. Pero acá estoy. Y a rogar por carnes calientes. Carajo.


lunes, diciembre 26, 2011

A propósito de la Navidad





Ya pasó. Una Navidad más, atea y clasemediera urbana, con comida fría a granel (digresión: tengo una teoría acerca de que ese tipo de platos no constituyen “comida”, pero quedará para otra ocasión), escabio, dulces, acidez, resaca, dolor persistente en la nuca. Para los que somos padres de nenes chicos resulta maravilloso ver cómo ellos viven la previa, la emoción, la carta, el momento de los paquetes. Es realmente alucinante y remite de manera automática a nuestra propia historia, a nuestros deseos de entonces por un fuerte de madera para vaqueros, la número cinco gajeada con los colores predilectos, los soldaditos, los playmóbil. Los recuerdos de los que no están. Alguna que otra reyerta familiar memorable, alguna que otra curda papelonera.

Más adelante, ya bastante pajerón crecido, era la perfecta excusa para rajar tipo una, una y pico, a juntarse con los amigos. Caer en la casa de Sultano con botella bajo el brazo y armar así una especie de reunión etílica a la canasta, asentar una buena base y después partir para el boliche hasta el amanecer. Largas caminatas dibujando eses en el asfalto mientras los bólidos conducidos por borrachos dementes nos afeitaban el culo. Piñas, corridas, vómitos y nunca una encamada. Típico de adolescente (?). 

Pero así como en lo personal me genera o moviliza determinadas cuestiones, sé que a muchas personas le rompe soberanamente las pelotas. Por motivos religiosos. Por no estar a gusto con la parentela (calculo que a muchos nos ha sucedido, sobre todo en la edad idiota). O, por una cuestión, si se quiere, más principista, ideológica: que se trata de una "festividad” armada por la mano invisible del mercado, amparada desde luego por los perversos administradores estatales y la Santa Iglesia, para generar un frenesí consumista cuyo único fin es engordar los bolsillos de gerentes anónimos de las grandes corporaciones. Un espejismo pergeñado por mentes perversas, de rostros rigurosamente afeitados, corbatas de seda violáceas y smartphones de los más ostentosos. Un enorme y gigantesco buzón empaquetado para que lo compren millones de ilusos. O millones de boludos monumentales, como más le guste.




Tal es así que he visto por varias calles céntricas de la ciudad el afiche que ilustra este post. Y me hizo ruido, más aún cuando tuve la ocasión de ir a uno de esos hipermercados que parecen ciudades como el que le garcó la cancha a los cuervosVarias cosas me llamaron la atención. La primera, que Guillote Moreno no mintió (?): por dos mangos cualquier familia se podía llevar una canasta navideña digna. A pocos metros de donde me encontraba, un matrimonio joven, muy humilde, ponía con ansiedad evidente e infantil, su pan dulce, las garrapiñadas, un par de turrones, sidra, Ananá Fizz. El tipo, un flaco con pocos dientes y varios tatuajes horribles confeccionados a pura aguja y tinta china, sonreía de par en par. Hablaba con su mujer, una morochona petiza de pelo color petróleo a punto de parir, a los gritos. Rebalsaban de felicidad.

Seguí mi camino sin olvidar a esa pareja. Me abstraje del objetivo primario, que era comprar algo de chupi. Y levanté la vista para encontrarme, oh sorpresa, con muchas otras familias como la que me había atraído. Por supuesto que había de todo. Era un enorme micromundo policlasista. Desde bigotudos bronceados con chomba Polo y bermudas de gabardina crema, hasta vejetas rubionas (a la fuerza) con la cara desfigurada por las cirugías. Sin embargo, me detuve en los otros. En un hombre que había pasado los cuarenta que tenía ambas manos enchastradas de pintura seca, ropa de grafa hecha moco y un sombrerito gris al estilo Piluso. Lo acompañaba un hijo adolescente y cargaba sólo juguetes. Supuse que debería tener unos cuantos pibes, de acuerdo a la cantidad de objetos que llevaba. Sonreía. El pibe que empujaba el carro parecía asesorarlo cual experto vendedor. También estaba manchado de pintura de pies a cabeza. No muy lejos de allí, una familia con rostros bien andinos (¿eran siete, ocho, diez?) arrastraba como podía dos carros atestados de lo que uno presuma como navideño.

Era hora de ir a las cajas y rajar. Poco antes de ocupar mi lugar en la fila, me volví cruzar con el matrimonio del tatuado y la embarazada. Se abrazaban. Se decían cosas al oído. Con una complicidad tierna repasaban los tres o cuatro regalos escogidos. Llegué a escuchar algo parecido a “le va a encantar”. Se ubicaron delante de mí. Pagaron. Pagué. Me fui. Durante el regreso no dejé de pensar un segundo en ellos y en las otras personas que sacudieron mi atención. Los visualicé, a cada uno en su respectiva casa, compartir esa comida y esas botellas a pura carcajada. El momento del engaño para distraer a la manada de chicos y así acomodar los regalos de Papá Noel vaya uno a saber en qué lugar disponible. Los ojos sobresaltados de los pibes al verlos, la singular destreza destructiva con la que aniquilan el envoltorio de los paquetes. El intercambio de miradas pícaras entre los adultos. El fingir sorpresa.

Las imágenes se multiplicaban. Manejando por una calle desierta, creí ver escenas de ese tenor en barriadas periféricas, en rancheríos de adobe o de madera perdidos en algún rincón de los tantos kilómetros que tiene este país. Laburantes, desocupados, los sin nombre reunidos alrededor de una mesa con mucho, poco o casi nada para compartir, pero sin dudas en uno de los momentos más felices del año. Me acordé de la proclama del cartel. Y esas caras. Concluí que es una soberana pelotudez pequebú, bienpensante, superada, de pretensiones iluministas. Porque pocas cosas me motivan más en la vida que ver a la gente pobre feliz. Qué carajo les importa “la farsa consumista elucubrada por los mercaderes del sistema”. Sólo quieren pasar un rato lindo en familia, comer un poco más que de costumbre, beber otro tanto, tirar algún cohete, regalarle algo a los chicos (que muchas veces los pone en una tremenda encrucijada: el obsequio es para Navidad o el cumpleaños), cagarse un poco de risa, y quien te dice, medio copeteado, echarse un polvito en la madrugada. Cosas que suele hacer la gente como uno. Je.