A veces
me pregunto cómo hago para preservar espacios o momentos de intimidad pura, de
libertad total conmigo mismo; la tarea de buscar, agudizando el ingenio, esos
pequeños oasis cuantitavamente escasísimos pero sanadores.
Tanto malgastar el tiempo dio sus frutos, medio de carambola, tomé conciencia
de un acto tan sencillo como revelador, al menos para mí. Y quien en realidad
me ayudó a comprender lo que hacía, fue un vecino al golpear con sus nudillos
la ventanilla de mi auto. Me sobresalté y lo primero que hice fue sacarme las
gafas de sol. Bajé el vidrio y lo miré algo desconcertado.
-¿Estás
bien? ¿Te pasa algo? Me dijo.
-No, no,
todo bien, le respondí.
-Te
pregunto porque estoy dando vueltas con el perro hace como una hora y te vi
adentro del auto. Bueno, che, sigo nomás.
-Nos
vemos, querido.
Ahí está.
Clink. Lamparita encendida. ¿Qué carajo hacía encerrado en el coche durante más
de dos horas, como finalmente chequeé? Justamente, preservando un espacio.
Disfrutando ese instante, porque más allá de los 120 minutos en sí, lo viví
como algo efímero pero placentero en extremo, a punto tal que había perdido la
noción del tiempo.
Ya
conciente, empecé a perfeccionar los movimientos. El procedimiento es más o
menos así:
a)
Aprovechar una salida en el auto (léase desde el pago de alguna boleta, padecer la insufrible amanzadera del supermercado, etcétera).
b) Cargar
la guantera de discos.
c) Llevar
los puchos.
Suficiente.
Ahora tengo la guantera atestada de cd´s con mucho rock platense. Pongo un
disco, levanto el volumen (entre 25 y 30, depende la pulenta), prendo un
cigarrillo y miro hacia la nada, dejándome llevar. A veces escucho
uno de corrido, otras voy salteando en búsqueda de "la" canción, en
fin. Diversas maneras de encarar ese tiempo tan valioso. Hasta que en un
momento, vuelvo. Bajo las ventanillas para que corra el humo, levanto
las porquerías que necesito y rajo. Entero. Completo. Chocho como un soberano
pelotudo.
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